Pertenezco a una familia extensa y antigua en lo militar, por eso no les sorprenderá cuando una tarde paseando por el centro de Madrid, me detuviera ante el escaparate de un negocio que, en mi distraído deambular, suponía era una de esas almonedas o tiendas de subastas de obras de arte que proliferan por esa parte de la ciudad. Con esa idea quedé literalmente secuestrado por el primer cuadro que atrajo ni atención, un impecable húsar de la Pavía a caballo. Contemplaba la obra con un doble y melancólico sentimiento de admiración: ¡qué uniformes y qué pintores los de entonces! Y así me fui fijando detenidamente en los mil detalles de la exótica guerrera, en los rasgos que retrataban al oficial y a su espíritu de jinete de la Caballería española, la precisión en la definición de piezas tan singulares, como sable o espuelas, ¡cómo para hacerlo ahora! seguía pensando, y así, hasta saciarme de contemplar la montura, un caballo de los que ya no se pintan.





